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YA ESTAMOS EN PRIMAVERA
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No camines delante de mi, puede que no te siga. No camines detrás de mi, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo. (Albert Camus, 1913-1960)
lunes, 21 de marzo de 2016
El Ramo de Pascua
Fue un comentario fuera de contexto, pero automáticamente encendió una bombilla en mi memoria, y segundos después comenzó a funcionar mi centro de datos. Quiero advertir que, en mi osadía, puede que cuente cosas que no tienen nada que ver con la historia real o que están muy lejos de coincidir con el significado de aquellos años. Fue oír ramo con caramelos y me sumergí en el pozo de mi infancia. Recuerdo, probablemente no lo viví y simplemente me lo contaron, que en Blacos también había un ramo con caramelos. En un principio la lógica me llevó a pensar que era el Domingo de Ramos. Llamé a mis fuentes y me dijeron que no, que ese ramo se hacía el día de la pascua. Es decir era un ramo de Pascua, exactamente de una semana después del domingo de Ramos. Era una obra absolutamente femenina aunque mi poética literaria me lleva a pensar que nacía de la voluntad masculina.
La historia es más o menos así. Para el domingo de Pascua se buscaba un enebro, y se le cortaba la picota (aquí creo yo que entra la aportación de los hombres). Las mujeres de Blacos lo adornaban con dulces y frutas. Lo más típico debían ser las roscas y las naranjas, aunque poco a poco se le añadió una mayor diversidad. Ese ramo, esto ya es cosecha propia mezclada con tradición, se llevaba adornado hasta la iglesia. Desde aquí salía en procesión. La parada estrella era aquella en que se subastaba el manto de la Virgen. Primero se pagaba por quitarlo y después por llevarlo hasta la ermita. Este acto emblemático de la Semana Santa de Blacos, se completaba con la subasta o sorteo de los dulces y las frutas que llevaban en el ramo. Entiendo que la subasta del manto tenía mucho que ver con la cercanía a la fe y el del ramo con las posibilidades de cada bolsillo. La retirada del manto era el espíritu religioso y la adquisición de roscas y caramelos se debía a deseos más prosaicos. La Virgen, el manto, la procesión, y el rosco seguían camino hasta la ermita en uno de los actos de mayor colorido litúrgico del pueblo.
También era costumbre de que una de las mozas llevara un pájaro en la mano, que luego se soltaba en la ermita. Quiero pensar que era un símbolo de liberación después de una semana de crucifixión y muerte. Mientras que lo del manto era un ejercicio de fe y lo del ramo un trabajo colectivo, lo del pájaro era individual. Llegaba un momento en el que la portadora del pájaro era la protagonista absoluta y todos los ojos de los asistentes se posaban en ella esos segundos que tardaba en liberar al pajarito. Y esto creaba cierto nerviosismo y mucha tensión en la protagonista de cada año. Hasta tal punto que una de ellas se dejó llevar por los impulsos y la seriedad del momento y apretó la mano más de la cuenta sin darse cuenta. Y cuando fue a soltarlo en la ermita el pájaro dormía ye el sueño eterno en su mano. Debe ser un hecho muy conocido, porque mi fuente es prácticamente de lo único que se acuerda en esa historia que debería ser contada con mayor frecuencia. Era el Ramo de Pascua y lo que yo bautizo como el pájaro de la libertad.
Reconozco que es una historia muy novelada, porque, como digo, los conocimientos de aquellos años son muy escasos. Pero seguro que alguien que lo lea conoce o le han contado la historia de una manera más real y sobre todo más completa. No estaría mal que la plasmara aquí porque a mí por lo menos me gustaría conocerla con más de talle. A ver ese viejo molinero con memoria fotográfica, por ejemplo. Seguro que vivió algún ramo de pascua. O vuestros padres y madres, igual saben la historia del pájaro... y del ramo.
lunes, 14 de marzo de 2016
14 de marzo
Me dolían los labios de tanto besar tus recuerdos cuando ya hacía tiempo que habían huido de tu memoria. Estrujaba tu fotografía en mis manos pero no era capaz de retener tu imagen y las lágrimas de tu cara se fugaban entre mis dedos y encima de la mesa se convertían en un lago de emociones. Quería quedarme con ese semblante serio, circunspecto, muchas veces adornado con una sonrisa, pero casi siempre teñido de la amargura a la que te había empujado la vida en los años que caminaste por ella sin otra brújula que el instinto, sin otro abrigo que la decisión y sin otro objetivo que la familia, las familias diría yo. En ese viaje lleno de fatigas, sometido a la intemperie de los inviernos y a los soles del verano, en el que siempre viajabas ligera de equipaje porque en la maleta apenas te cogía otra cosa que no fuera la necesidad, el amor a los tuyos o el deseo siempre insatisfecho de llegar al final de un camino en el que siempre quedaba algo nuevo por andar y algo trágico por descubrir. Hoy puede parecer un día más que acaba en un año más en mi memoria, esa memoria que te abandonó sin compasión antes de que viajaras por el último peldaño de esta escalera de la vida, de nuestras vidas. Es 14 de marzo, una fecha que se llena de imágenes, de penas compartidas, de adioses dolorosos, de retornos que nunca llegaban y de esos amores en la distancia que te laceraban el corazón y llenaban tus sueños de pesadillas y ansiedades. Era un día más en esa espera eterna a la que siempre mirabas con la esperanza de poder ponerle un final. En tu caso nunca se cumplió eso de que "la distancia es el olvido", y aunque había un océano empeñado en arañar tus sentimientos fraternales, eso sólo era un estímulo para estar más cerca de los tuyos, y te derretías con esas cartas que llegaban en sobres ribeteados de rojo y azul, que era como se reconocían en aquellos años las cartas que viajaban en avión. Pronto se nos hicieron familiares nombres como Buenos Aires, Chucrut,Santa Fé o Comodoro Rivadia. Eran los hogares de una parte de nuestra familia. No nos veíamos en los cumpleaños, no comíamos juntos en Navidad, ni compartíamos bodas y funerales, pero siempre conseguías que tuviéramos la sensación de que todos los días estaban a nuestro lado en la mesa o sentados en el banco de la cocina, compartiendo el calor escaso de la lumbre y repartiendo rebanadas de la hogaza untadas en manteca y azúcar. Fueron, que curioso, los últimos que se perdieron en la nube de tu memoria. Te resistías a dejar en el olvido algo por lo que habías tenido que luchar tanto para mantenerlo en tu recuerdo, y en nuestros recuerdos. Quizás ese esfuerzo por mantener vivos a los ausentes acabó agotando todas tus reservas de memoria. Primero fueron túneles, cortos, después más largos. Más tarde oscuridades inmensas y al final un muro permanente, impenetrable y oscuro que impedía ya para siempre el tránsito de tus emociones, de tus recuerdos y de tus imágenes. Las fotografías de tu vida fueron perdiendo foco, se emborronaban las caras y los gestos y al final el papel se quedó blanco, mudo e inerte, como si todavía estuviera por escribir y por pintar. El océano recuperó todas sus dimensiones, y dejó en aquel lado a muchos de tus seres queridos y en éste a tu mente atormentada por la soledad y las ausencias. Ya no quedaba ni la posibilidad de escribir una carta, ni siquiera un mensaje en una botella, con la esperanza de que algún día llegara al puerto del Mar del Plata y lo recogiera Mariano, Saturio, Alejandro, Frutos,Marcelina… Ya era imposible porque se te había olvidado qué era y para qué servía el papel y estabas muy lejos de saber que existían las botellas. Unas botellas incapaces de recoger todas tus lágrimas, esas que se me escapan entre los dedos cuando quiero estrujar de amor tu fotografía. Los labios me siguen doliendo y los ojos se me quedaron secos días después de discutir para siempre con tus olvidos y soledades. Hoy es 14 de marzo y aunque lo parezca, para muchos no es una simple fecha en el calendario.
lunes, 7 de marzo de 2016
El bálsamo de los soportales
El insomnio de cualquier madrugada te sorprende mirando al otro lado de la cama en esos amaneceres de agosto en Blacos que llegan como un torbellino para inundar de luz la más recóndita oscuridad. Fijas la vista en la colcha y esos rebeldes rayos que se cuelan por las hojas mal ajustadas del balcón parece que alumbran su perfil sobresaliendo entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. Crees adivinar una respiración entrecortada, y una lágrima furtiva resbala por tu mejilla y humedece el luto reciente por su ausencia. Te giras en busca del olvido y en el camino pierdes cualquier interés y descartas la más mínima curiosidad por el nuevo día que empieza. La habitación también llora su soledad y los rayos de sol señalan como lanzas todos aquellos objetos que te duelen en el alma desde que los vives en soledad. Es el primer verano en Blacos en el que la compañía ya se ha convertido en recuerdo. Al final haces el esfuerzo, aunque el camino desde la cama hasta la cocina o el aseo es otra vez un calvario de recuerdos que te llevan en sus brazos hasta la figura de ese perfil que se ha dibujado en la cama. Y que ahora te sonríe desde el otro lado del espejo. Te mira con calma, te quiere transmitir tranquilidad y sosiego, aunque tú sólo veas un recuerdo, una página blanca con una esquela ribeteada en negro como tarjeta de una despedida rápida, inesperada, traumática y doliente. El adiós es demasiado reciente como para que no haga sangrar tus heridas en cuanto se rozan con tu memoria. Es un tránsito, el del dolor a la costumbre, demasiado largo y demasiado pesado como para que en el primer verano te deje huecos vacíos en los que refugiar tus emociones. Te cuesta encontrar un aliciente, un motivo que te empuje a traspasar la puerta y llegar a los soportales y enfrentarte a otra cara de la realidad. Cualquier mirada cómplice, cualquier palabra que intenta ser de alivio, esa mano amistosa que se posa sobre tus hombros, ese beso lleno de cariño... Todo eso al principio no parece otra cosa que puñales que se clavan con precisión en esa llaga todavía abierta y a la que le cuesta cicatrizar. Pero casi sin darte cuenta, al día siguiente el trance es un poco menos angustioso. El camino parece despejado de espinas y te descubres sentada en esa vieja silla a la sombra buscando esa conversación que ha dejado de ser dolorosa, para convertirse en balsámica. Aquí se ha hablado, yo también, mucho de las gentes de Blacos y de sus costumbres. Podemos estar más o menos de acuerdo, pero creo que hay unanimidad a la hora de decir que saben estar a las duras. Ese gesto que parece distante, despreocupado y ausente, se transforma en los momentos de dolor. Su cercanía es muchas veces el antídoto que necesitamos contra las heridas del alma, que son las que más se empeñan en permanecer a nuestro lado. Se acercan cada día con más confianza, sustituyen la curiosidad de sus preguntas por la facilidad para tus respuestas y descubres que ese frío gélido que te ha acompañado desde entonces, empieza a ser una brisa cálida de la gente de tu pueblo, de tu gente. Ahora valoras como un tesoro esas palabras de complicidad, esas palmadas en el hombro que quieren transmitir apoyo y compañía, y esas miradas limpias de los que están dispuestos a mostrarse su camino, para que a través de la senda de la amistad encuentres esos días soleados que habían desaparecido en el calendario de tus últimos años. Es la vida, la muerte también. Y entre una y otra hay un tiempo para abandonar el calvario y buscar el domingo de la tranquilidad y sobre todo el de la paz con uno mismo. Esas tardes de sombra al abrigo de los soportales de la plaza ya no hacen ruido en el rincón de tu dolor. Ahora son tardes de sosiego, de calma, y a la tranquilidad de la conciencia se une en esos días el reposo del recuerdo. Esto no evita que cada mañana vuelvas a mirar con esperanza al otro lado de la cama, con la ansiedad de que todo haya sido un mal sueño, y que en cuanto fijes tu mirada en la colcha, él se moverá debajo de ella y todo volverá a ser como antes, tan bueno como antes.
Con el paso del verano cambias de casa, cambias de habitación y cambias de cama. Lo que no cambia es el ritual de buscar su ausencia entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. En esa gran ciudad también vive gente de Blacos, pero falta la magia de sus calles y de sus soportales, donde las heridas encuentran una pomada que les impide supurar. Me prometiste este verano que ibas a empezar a leer esta página, en cuanto tu hijo te enseñara a manejarte en estos terrenos virtuales. Espero que lo hayas conseguido, y estoy seguro que desde la primera línea te darás cuenta que esta carta va dirigida a ti. Me gusta cumplir mis promesas, con todos pero en especial con mis vecinos de Blacos.
jueves, 3 de marzo de 2016
La nieve
Las fotografías de Blacos nevado tienen un tinte entre majestuoso, bucólico e incluso poético. Pero a mí personalmente estas apreciaciones me gustan cuando veo esas fotografías desde el otro lado de la pantalla y no tanto, ni mucho menos, si tengo que pisar la nieve para inmortalizar el árbol del ayuntamiento recién decorado con hielo para la Navidad. Y es que nacer en Blacos un día de enero exige casi casi por recomendación médica tener escasas simpatías por el frío y el agua. De mi acuafobia ya he hablado en muchas ocasiones así que no quiero ser repetitivo. Pero de la nieve lo he hecho menos , aunque mi nievefobia es muy superior a la anterior. No soporto la nieve en vivo y en directo, Me saca de quicio cuando cae, me pone de los nervios cuando cuaja y me lleva hasta la histeria cuando empieza a deshacerse y vas a cruzar una calle y debajo de la primera capa de nieve hay un lago de agua y te cubre hasta el tobillo al primer paso que das. Por no gustarme no me gustan ni los muñecos de nieve con los que decoran calles y jardines los niños y esos no tan niños que piensan que la nieve es una alfombra de algodón, hasta que los 40 grados de fiebre y una semana en la cama les enseña que la nieve traiciona hasta a los que le dan confianza y juegan con ella.
Y eso que lo que nieva ahora es, como dice una amiga mía, es un "polvo mal echaó". Otra cosa era en aquellos años de mi infancia en Blacos. Recuerdo una vez que nevó tanto que los hombres mayores tuvieron que hacer calles para poder desplazarse por el pueblo. Para ir desde mi casa hasta la escuela había que desplazarse por una especia de valle mojado rodeado de paredes de nieve que eran mucho más altas que nosotros, con lo que no podías ver nada que no fuera el camino que te llevaba en una sola dirección. No sé muy bien el motivo pero siempre que he revivido esa escena me recuerda al paseo de los judíos que eran conducidos a los campos de concentración entre un pasillo de nazis de la gestapo que medían todos casi más de dos metros de ancho por otros dos de alto. Como nosotros cuando íbamos a la escuela, los judíos sólo miraban al frente , con la cabeza agachada y con el temor a los nazis que los flanquean en su camino de turbio destino. Y no entiendo muy bien porque me recuerdan estás imágenes, porque la verdad es que ir a la escuela no era nada agradable, al menos para mí, pero tampoco puedo pensar que la escuela de aquellos años se pueda identificar con un campo de concentración. Es cierto que había una autoridad rayana con la dictadura, es cierto que cualquier gesto de rebelión se pagaba con un castigo, también es cierto que éramos un poco engañados a la hora de decirnos cuál era el destino final de nuestra estancia en esa escuela, y había falsedades s, aunque no tan grandes como las que les decían los nazis a los judíos para que pensaran que iban a una especia de concentración familiar, y no a pasarlos por las duchas asesinas. A nosotros nos decían que dios estaba en todas partes, que franco era nuestro caudillo que nos protegía día y noche de todo mal. Las chicas de la sección femenina eran una especia de ángeles que venían a enseñar a bailar y hacer calceta a las mujeres; que a los niños nos daban leche en polvo para el día de mañana ser unos falangistas aguerrido en el combate; que los retratos de franco y josé antonio eran las dos terceras partes de la santísima trinidad; que sí las chicas y mujeres no entraban con velo a la iglesia se convertían en ese mismo instante en personas desamparadas y sin silla en el cielo; que si decíamos palabrotas cometíamos uno de los peores pecados del momento; Y así hasta el más allá. Toda nuestra vida cuando salíamos de ese camino de nieve estaba sujeta a las turbulencias morales, de pensamiento y de omisión. Cualquier cosa que hiciéramos o dijéramos, fuera de lo establecido por el catecismo eran un torpedo a la línea de flotación de nuestra fe católica y por lo tanto de nuestra salvación final. Si no recuerdo mal, darle un beso a una chica era algo tan pecaminoso o más que no darle una vuelta de chorizo en jueves lardero a la maestra o no regalarle una casa al cura para que nos sermoneara los domingos. Ese camino entre las paredes de nieve era , al fin, como el catecismo y la educación escolar, te obligaba a mirar siempre al frente y a ser posible con la cabeza agachada. Si mirabas a los lados, enseguida te entraba el miedo, porque no veías nada, pero intuías que el peligro estaba por encima de esa valla blanca que te obligaba a terminar el viaje en la puerta de la escuela. Como los judíos, no teníamos posibilidad de escapatoria. Ahora igual se entiende algo mejor porque no me gusta la nieve.
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