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No camines delante de mi, puede que no te siga. No camines detrás de mi, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo. (Albert Camus, 1913-1960)

miércoles, 7 de enero de 2015

No paraba de llover. Y ahí estaba él mirando una página en blanco a escasos milímetros del ordenador. Un distancia mínima que de repente se convertía en interplanetaria, casi infinita. El folio en blanco era una denuncia, un testimonio, un informe preciso de que la imaginación había huido sin dejar ni siquiera una nota de despedida. Hace unos días una página en blanco no era nada más que tres minutos de hilvanar frases hasta dejarla llena de pensamientos. Ahora ya no, ahora se había convertido en una cuesta vertiginosa a la que no podía hacer frente ni su pluma ni sus fuerzas. Y al otro lado del cristal arreciaba la lluvia. La página ni se inmutaba, bueno sí, ahora había tomado la imagen de un muro sólido, de hormigón armado y con púas en su cresta, un enemigo dispuesto a dar la batalla sin respiro, sin concesiones, como el campo enemigo, ese territorio hostil minado en cada uno de sus milímetros en blanco. Marcaba sus distancias y cada vez era más inaccesible. Los pies se volvían cada vez más torpes y se negaban a introducirse en ese laberinto desalmado. La cabeza seguía en ebullición pero no encontraba ni una sola letra dispuesta a colaborar en la creación de alguna frase que permitiera abrir un leve resquicio en la muralla. No veía nada de lo que había al otro lado, y en éste chocaba una y otra vez con una de las cosas más deprimentes con las que se puede enfrentar un aprendiz de escritor, una página en blanco. Una página que hacía ya varias horas que había roto su silencio y gritaba a todo pulmón en contra de ese que no era capaz ni de arañarle un par de líneas que le permitieran evitar la rendición. Ya no se veía apenas nada al otro lado del cristal, porque una cortina de agua había cegado la visión desde este lado de la ventana. Adentro sólo había silencio, a veces roto por algún suspiro de desesperación. Afuera se había desatado un aguacero impenetrable y dominador. Seguro que el agua caía a los dos lados del muro, pero era imposible saberlo. El hormigón de la muralla no solo frenaba la imaginación, sino que congelaba cualquier sentimiento positivo. A veces la amargura sustituye a la intuición y a partir de la tristeza brotan frases desgarradas. Pero lo peor es la quietud, el silencio, el vacío que una y otra vez se convertía en cómplice de esa página por escribir. La nada es más amarga que la propia amargura. En ese momento el aprendiz de escritor empieza a naufragar entre el desaliento y la ansiedad. Y cuando coinciden los dos todo se vuelve borroso, gris tirando a negro, y acaba desembocado en la inutilidad más absoluta. Ese choque deja maltrecho el cuerpo y el alma porque siempre, o casi, siempre, es el mundo exterior el que se encarga de cegar todos los canales interiores. La parte alta del cristal, todavía sin empañar, deja ver los primeros copos que caen sobre la calle mojada y desierta, tan huérfana de gente como la orfandad de letras en la página vacía. Ni siquiera la nieve es tranquila, porque la acompaña un viento huracanado que remueve cualquier vestigio de quietud en el interior. El frió de fuera comienza a congelar sus huesos, y lo que es peor empieza a dejar gotas de hielo en los más profundo de su corazón. La página en blanco comienza ya a ser una obsesión, la única obsesión que ocupa ya cualquier rincón de su pensamiento. Hace tiempo que ha pedido al armisticio. El aprendiz de escritor entrega las armas sin ni siquiera haberlas utilizado. Es una rendición sin condiciones, ni contrapartidas. Es una entrega absoluta a la nimiedad, al absolutismo de la negación. Se acabó. Lo mejor es desaparecer, o esconderse y esperar a que pase el temporal. Lo mejor es sacar la bandera blanca y como se dice en Blacos," esperar a que escampe". Adiós.