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viernes, 1 de abril de 2016

Mis Vecinos, "El Julio y La Clotilde"

Mi vecino Julio a su casa la llamaba hotel. Y a su mujer, Clotilde, la llamaba Patrona. Y en ninguno de los dos casos hay que buscar un desapego o una frivolidad. Para Julio su casa era un hotel porque entre sus cuatro paredes no le faltaba de nada. Todo estaba dispuesto para satisfacer y agradar al " cliente". Y a su mujer la llamaba Patrona con mayúsculas. Y estoy seguro que lo hacía así no porque en ella viera una figura de veneración religiosa. La definición de Patrona se ajustaba más a esa figura de la mamma italiana, siempre preocupada por el bienestar de los suyos, siempre protectora y siempre previsora. Clotilde era para los suyos como el cabo furriel de la mili, que te reservaba las mantas que más abrigaban o los alimentos que más energía aportaban. Clotilde era la gobernanta y Julio se movía con absoluta comodidad entre el hotel y la Patrona. Fuimos vecinos desde que tengo uso de razón. Comenzamos a ser vecinos en aquellos años de la necesidad. En aquellos años en que la amistad era algo más que cercanía. Su vecindad suponía el privilegio de tener una segunda familia al otro lado de la calle. Era una vecindad de compartir, de ayudar, y de sacrificarse. Y en ese sacrificio hacia sus vecinos solos y a veces desamparados, Clotilde y Julio siempre sacaban matrícula de honor. No me cuesta nada recordar aquellas noches en las que su casa era mi casa. En las noches de invierno todos nos apretábamos en los bancos y los taburetes alrededor del calor de la lumbre en aquella cocina de tertulias interminables en las que todos éramos una misma familia disfrutando de las escasa hora de descanso. Escuchábamos la radio, un objeto de lujo para algunos pero que allí presidía las tertulias al abrigo del frío y de la oscuridad. Como aquella del 14 de diciembre de 1.966 en la que Franco ganó un referéndum con casi más del 100% de los votos. Eran tiempos en los que no sólo votaban los vivos y en las que los comentarios gozaban del secreto de la intimidad. Frescos en mi memoria están también esos recuerdos de las mañanas tórridas de los veranos de aquellos años. Se comía cuando tocaba la campana. A esa hora a Clotilde le había sobrado tiempo para hacer todo lo que tenía que hacer y acercarse al patio. Desde allí ella y yo veíamos como Julio, manejando su yunta, llegaba por las carrerras después de muchas horas de faena en el Alto de la Dehesa, dispuesto a dar cuenta de esos suculentos guisos que preparaba la mano maestra de la Patrona. Ni una queja, ni una muestra de dolor. El trabajo era sagrado, y cuando no lo había, o no había lo suficiente, llegó la hora de la diáspora en busca de un nuevo sacrificio. A ninguno de los dos, Julio y Clotilde, les asustó ni el viaje a algo desconocido ni el reto de un trabajo nuevo, con horario rígido y con jefes más o menos caprichosos. Eran dos personas que se adaptaban a las circunstancias como nadie, porque de esas circunstancias dependía el futuro. Y como habían hecho en el pueblo, lo hicieron en la ciudad. Le ganaron la batalla al presente y comenzaron a ganársela también al futuro. El hotel aumentó el número de estrellas y Julio ya esperaba la hora marcada por la Patrona, recostado en una tumbona a la puerta de casa, en la que parecía meditar el ciclo de su vida. Afortunadamente los dos tuvieron tiempo para disfrutar de sus esfuerzos. Pero se merecían más, por lo menos tantos años como los que dedicaron a que su vida y la de su familia fuera la mejor que podían conseguir. Personas como ellos que se vuelcan con la vida, deberían tener una recompensa más larga y en ella una gratificación más prolongada. No les asustó nada y por tanto no mostraban el menor temor a los obstáculos que encontraban en su camino. Los recuerdo hablando con total normalidad de sus problemas de salud, con el convencimiento de que eran simplemente un peaje que hay que pagar para transitar por los caminos de la tierra. La bondad de dos personas que siempre entendieron la vecindad como familiaridad y cercanía. Como no podía ser de otra forma, Clotilde decidió irse unos años antes, porque tenía mucho trabajo que hacer. Al otro lado de la orilla de la vida, había un hotel que preparar, una cocina que suministrar y un trabajo que desempeñar para que desapareciera cualquier incomodidad. Julio esperó hasta ayer, a que todo estuviera dispuesto. Pero hacía tiempo que se había dado cuenta que los escalones de esta vida eran casi insalvables y empezó a perder confianza en que mereciera la pena intentar superarlos una vez más. Ahora ya ha desaparecido en la curva de la eternidad, y ha llegado a ese otro hotel en el que todo está a pie de calle. Todo es llano e infinito. Y en la puerta , con esa sonrisa resplandeciente y su pose típico con las manos en las caderas, le espera su patrona, la Patrona de su vida. Así entre nosotros, igual los dos sois pocos para jugar un guiñote, la gran afición de Julio. Pero os voy a contar un secreto. Hay otras dos patronas dispuestas a completar la partida. Las otras dos patronas de vuestra vida, La Virgen de Valverde y la Virgen del Pilar. Pero cuidado Julio, no te equivoques, éstas van sólo de visita, no se quedan en el hotel. Así que tú a quien tienes que venerar, como siempre, es a la Patrona, la que cada verano te estará esperando en el patio con la casa limpia, y la comida caliente en la plancha de la lumbre. Ella es tu Patrona. Y vosotros, Clotilde y Julio, los vecinos de mi vida. Hasta siempre.