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jueves, 3 de marzo de 2016

La nieve

Las fotografías de Blacos nevado tienen un tinte entre majestuoso, bucólico e incluso poético. Pero a mí personalmente estas apreciaciones me gustan cuando veo esas fotografías desde el otro lado de la pantalla y no tanto, ni mucho menos, si tengo que pisar la nieve para inmortalizar el árbol del ayuntamiento recién decorado con hielo para la Navidad. Y es que nacer en Blacos un día de enero exige casi casi por recomendación médica tener escasas simpatías por el frío y el agua. De mi acuafobia ya he hablado en muchas ocasiones así que no quiero ser repetitivo. Pero de la nieve lo he hecho menos , aunque mi nievefobia es muy superior a la anterior. No soporto la nieve en vivo y en directo, Me saca de quicio cuando cae, me pone de los nervios cuando cuaja y me lleva hasta la histeria cuando empieza a deshacerse y vas a cruzar una calle y debajo de la primera capa de nieve hay un lago de agua y te cubre hasta el tobillo al primer paso que das. Por no gustarme no me gustan ni los muñecos de nieve con los que decoran calles y jardines los niños y esos no tan niños que piensan que la nieve es una alfombra de algodón, hasta que los 40 grados de fiebre y una semana en la cama les enseña que la nieve traiciona hasta a los que le dan confianza y juegan con ella. Y eso que lo que nieva ahora es, como dice una amiga mía, es un "polvo mal echaó". Otra cosa era en aquellos años de mi infancia en Blacos. Recuerdo una vez que nevó tanto que los hombres mayores tuvieron que hacer calles para poder desplazarse por el pueblo. Para ir desde mi casa hasta la escuela había que desplazarse por una especia de valle mojado rodeado de paredes de nieve que eran mucho más altas que nosotros, con lo que no podías ver nada que no fuera el camino que te llevaba en una sola dirección. No sé muy bien el motivo pero siempre que he revivido esa escena me recuerda al paseo de los judíos que eran conducidos a los campos de concentración entre un pasillo de nazis de la gestapo que medían todos casi más de dos metros de ancho por otros dos de alto. Como nosotros cuando íbamos a la escuela, los judíos sólo miraban al frente , con la cabeza agachada y con el temor a los nazis que los flanquean en su camino de turbio destino. Y no entiendo muy bien porque me recuerdan estás imágenes, porque la verdad es que ir a la escuela no era nada agradable, al menos para mí, pero tampoco puedo pensar que la escuela de aquellos años se pueda identificar con un campo de concentración. Es cierto que había una autoridad rayana con la dictadura, es cierto que cualquier gesto de rebelión se pagaba con un castigo, también es cierto que éramos un poco engañados a la hora de decirnos cuál era el destino final de nuestra estancia en esa escuela, y había falsedades s, aunque no tan grandes como las que les decían los nazis a los judíos para que pensaran que iban a una especia de concentración familiar, y no a pasarlos por las duchas asesinas. A nosotros nos decían que dios estaba en todas partes, que franco era nuestro caudillo que nos protegía día y noche de todo mal. Las chicas de la sección femenina eran una especia de ángeles que venían a enseñar a bailar y hacer calceta a las mujeres; que a los niños nos daban leche en polvo para el día de mañana ser unos falangistas aguerrido en el combate; que los retratos de franco y josé antonio eran las dos terceras partes de la santísima trinidad; que sí las chicas y mujeres no entraban con velo a la iglesia se convertían en ese mismo instante en personas desamparadas y sin silla en el cielo; que si decíamos palabrotas cometíamos uno de los peores pecados del momento; Y así hasta el más allá. Toda nuestra vida cuando salíamos de ese camino de nieve estaba sujeta a las turbulencias morales, de pensamiento y de omisión. Cualquier cosa que hiciéramos o dijéramos, fuera de lo establecido por el catecismo eran un torpedo a la línea de flotación de nuestra fe católica y por lo tanto de nuestra salvación final. Si no recuerdo mal, darle un beso a una chica era algo tan pecaminoso o más que no darle una vuelta de chorizo en jueves lardero a la maestra o no regalarle una casa al cura para que nos sermoneara los domingos. Ese camino entre las paredes de nieve era , al fin, como el catecismo y la educación escolar, te obligaba a mirar siempre al frente y a ser posible con la cabeza agachada. Si mirabas a los lados, enseguida te entraba el miedo, porque no veías nada, pero intuías que el peligro estaba por encima de esa valla blanca que te obligaba a terminar el viaje en la puerta de la escuela. Como los judíos, no teníamos posibilidad de escapatoria. Ahora igual se entiende algo mejor porque no me gusta la nieve.

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