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No camines delante de mi, puede que no te siga. No camines detrás de mi, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo. (Albert Camus, 1913-1960)
lunes, 7 de marzo de 2016
El bálsamo de los soportales
El insomnio de cualquier madrugada te sorprende mirando al otro lado de la cama en esos amaneceres de agosto en Blacos que llegan como un torbellino para inundar de luz la más recóndita oscuridad. Fijas la vista en la colcha y esos rebeldes rayos que se cuelan por las hojas mal ajustadas del balcón parece que alumbran su perfil sobresaliendo entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. Crees adivinar una respiración entrecortada, y una lágrima furtiva resbala por tu mejilla y humedece el luto reciente por su ausencia. Te giras en busca del olvido y en el camino pierdes cualquier interés y descartas la más mínima curiosidad por el nuevo día que empieza. La habitación también llora su soledad y los rayos de sol señalan como lanzas todos aquellos objetos que te duelen en el alma desde que los vives en soledad. Es el primer verano en Blacos en el que la compañía ya se ha convertido en recuerdo. Al final haces el esfuerzo, aunque el camino desde la cama hasta la cocina o el aseo es otra vez un calvario de recuerdos que te llevan en sus brazos hasta la figura de ese perfil que se ha dibujado en la cama. Y que ahora te sonríe desde el otro lado del espejo. Te mira con calma, te quiere transmitir tranquilidad y sosiego, aunque tú sólo veas un recuerdo, una página blanca con una esquela ribeteada en negro como tarjeta de una despedida rápida, inesperada, traumática y doliente. El adiós es demasiado reciente como para que no haga sangrar tus heridas en cuanto se rozan con tu memoria. Es un tránsito, el del dolor a la costumbre, demasiado largo y demasiado pesado como para que en el primer verano te deje huecos vacíos en los que refugiar tus emociones. Te cuesta encontrar un aliciente, un motivo que te empuje a traspasar la puerta y llegar a los soportales y enfrentarte a otra cara de la realidad. Cualquier mirada cómplice, cualquier palabra que intenta ser de alivio, esa mano amistosa que se posa sobre tus hombros, ese beso lleno de cariño... Todo eso al principio no parece otra cosa que puñales que se clavan con precisión en esa llaga todavía abierta y a la que le cuesta cicatrizar. Pero casi sin darte cuenta, al día siguiente el trance es un poco menos angustioso. El camino parece despejado de espinas y te descubres sentada en esa vieja silla a la sombra buscando esa conversación que ha dejado de ser dolorosa, para convertirse en balsámica. Aquí se ha hablado, yo también, mucho de las gentes de Blacos y de sus costumbres. Podemos estar más o menos de acuerdo, pero creo que hay unanimidad a la hora de decir que saben estar a las duras. Ese gesto que parece distante, despreocupado y ausente, se transforma en los momentos de dolor. Su cercanía es muchas veces el antídoto que necesitamos contra las heridas del alma, que son las que más se empeñan en permanecer a nuestro lado. Se acercan cada día con más confianza, sustituyen la curiosidad de sus preguntas por la facilidad para tus respuestas y descubres que ese frío gélido que te ha acompañado desde entonces, empieza a ser una brisa cálida de la gente de tu pueblo, de tu gente. Ahora valoras como un tesoro esas palabras de complicidad, esas palmadas en el hombro que quieren transmitir apoyo y compañía, y esas miradas limpias de los que están dispuestos a mostrarse su camino, para que a través de la senda de la amistad encuentres esos días soleados que habían desaparecido en el calendario de tus últimos años. Es la vida, la muerte también. Y entre una y otra hay un tiempo para abandonar el calvario y buscar el domingo de la tranquilidad y sobre todo el de la paz con uno mismo. Esas tardes de sombra al abrigo de los soportales de la plaza ya no hacen ruido en el rincón de tu dolor. Ahora son tardes de sosiego, de calma, y a la tranquilidad de la conciencia se une en esos días el reposo del recuerdo. Esto no evita que cada mañana vuelvas a mirar con esperanza al otro lado de la cama, con la ansiedad de que todo haya sido un mal sueño, y que en cuanto fijes tu mirada en la colcha, él se moverá debajo de ella y todo volverá a ser como antes, tan bueno como antes.
Con el paso del verano cambias de casa, cambias de habitación y cambias de cama. Lo que no cambia es el ritual de buscar su ausencia entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. En esa gran ciudad también vive gente de Blacos, pero falta la magia de sus calles y de sus soportales, donde las heridas encuentran una pomada que les impide supurar. Me prometiste este verano que ibas a empezar a leer esta página, en cuanto tu hijo te enseñara a manejarte en estos terrenos virtuales. Espero que lo hayas conseguido, y estoy seguro que desde la primera línea te darás cuenta que esta carta va dirigida a ti. Me gusta cumplir mis promesas, con todos pero en especial con mis vecinos de Blacos.
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