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No camines delante de mi, puede que no te siga. No camines detrás de mi, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo. (Albert Camus, 1913-1960)

martes, 20 de diciembre de 2016

Aunque me abruman las certezas en este paisaje desolado, las fechas en las que estamos siempre animan a emprender nuevos propósitos y por ello lo voy a intentar una vez más. Voy a escribir una carta y la voy a introducir en una botella para después arrojarla al mar. Es probable que sea un nuevo naufragio en este mar en el que ya no navegan barcos, ni siquiera de vela, en el que las olas apenas se rizan y en el que la playa ha perdido toda su arena y ya nadie se tumba sobre ella a tomar el sol, o pasea por sus orillas para broncearse con la brisa de la amistad. La botella corre el riesgo de deambular por islas desiertas, por corriente inertes, o por marejadas de olvido. Es verdad, y por tanto me provoca una sensación extraña esto de dirigirme a alguien cuando estoy casi seguro de que no hay nadie que me lea al otro lado. El propósito lo puso la voluntad de acercar mensajes, de reunir botellas sobre la playa, de llenar su arena de visitantes con pequeñas o grandes historias que contar.Pero esos propósitos se han desvanecido con la inconstancia del paso del tiempo, con la desidia que provocan las preguntas sin respuestas o simplemente han desaparecido de la misma manera que desaparecen aquellas vidas que tenían algo que contar y que han descubierto que ya han contado todo lo que merece la pena. No sé realmente los motivos, y tampoco voy a decir que es triste, porque creo que no es así.Pero pro si acaso voy a arrojar la botella al mar.Igual mi mensaje le llega a alguna tripulación numerosa o a un sólo remero que se ha atrevido a hacer la travesía de las Navidades. Sea como fuere, si alguien encuentra la botella y lee la carta que sepa que el mensaje resumido quiere decir: Feliz Navidad Amigo. Disfruta de cada día como si fuera el último... del año , y después aprovecha también el año que viene en toda su prosperidad. Hasta siempre.

martes, 3 de mayo de 2016

El comienzo de mi exilio

El chorro de la fuente al chocar con la boca del botijo, y ayudado por el murmullo del río, conseguían amortiguar mis sollozos. Era tan grande mi desolación que las lágrimas que resbalaban por mis mejillas aumentaban el caudal de la poza de la fuente. Hacía tiempo que la teniente O´Neill había decidido que nos íbamos a vivir a Pamplona. Yo odiaba la ciudad, cualquier ciudad por pequeña que fuera. No entendía porque tenía que abandonar mi paraíso de Blacos, donde tenía mi vida, mi casa, mis amigos y mi propio espacio, para que me engullera una ciudad en la que todo era compartido, todo era anónimo y nada de lo que me ofrecía podía sustituir ese pequeño rincón que me había visto nacer. En Blacos jugaba con la bici , corría los terreros, iba a una escuela en la que conocía a todos, el cura era mi amigo, podía jugar en plena calle sin miedo a los coches, tenía un campo de hierba inmenso donde hacía muñecos de nieve en invierno y cazaba moscones con un bote en verano. Allí mismo jugaba al fútbol o me montaba en los trillos. Y mi casa era grande, con sitios para jugar y esconderme, con un lugar en el que guardar mi bicicleta ,manca después de un terrible accidente. Tenía mi propia choza donde asaba patatas con Alberto, Alfonso y Emilio. Tenía tantas cosas… Y a cambio me ofrecían un piso de ochenta metros, donde no podía guardar mi bici, ni los guijarros que coleccionaba. Tenía que ir a una escuela en la que no conocía a nadie, tenía unos maestros que no me ensañaban nada, el cura ya no era mi amigo. Y lo peor de todo, tenía que ir siempre vestido de domingo, con mucho cuidado para no manchar la ropa.Y por el único sitio que podía correr era por la acera de mi calle, llena de baches y de gente enfadada y desconocida. Lo único verde que había eran algunos jardines, que además estaba prohibido pisar. Ni siquiera me quedaba el consuelo de ir todos los días a la fuente a llenar el botijo. En la ciudad el agua salía de un grifo que estaba en la misma cocina. Y así no había formar de tener aventuras. Lo de los terreros era un sueño, porque en la ciudad no había tierra, todo era cemento y alquitrán. Ah! Y por si fuera poco… En Blacos iba, por ejemplo a la casa de la tía Antonia, y me daba pan y chocolate , y me lo comía como en mi casa. En la ciudad no. Cuando mi madre me llevaba a casa de sus amigas y me ofrecían galletas o algún dulce, yo siempre tenía que decir que no. La teniente O´Neill me decía que así demostraba mi buena educación (¿????) Y luego estaban los amigos. Los de Blacos eran unos fenómenos, sin tonterías, prácticos y un poco brutos, pero eran mis amigos de toda la vida. En la ciudad eran un poco raros. El primer amigo que hice cuando le dije mi nombre, le sonaba a chino, y lo escribió encima de la arena de las obras. Me dijo que así se acordaría al día siguiente. Os juro que pensé, y se lo dije después muchas veces, que me pareció un poco tonto. Y más tonto todavía cuando fue a verlo al día siguiente. Esa noche llovió y lo borró todo. Esto a un amigo de Blacos no le pasa en la vida. Va y lo escribe en la corteza del olmo y ahí hubiera durado por lo menos dos siglos. Y como me veía venir todo esto, cuando llenaba el botijo al lado de Begoña, me vino el bajón como se dice ahora. Y empecé a llora como una magdalena, porque estaba punto de empezar mi exilio. Yo me resistí todo lo que pude. Mi madre se fue a Pamplona a principios de julio y yo no lo hice hasta el 25 de ese mes, y fui porque amenazó con venir a buscarme y coserme a tabanazos y llevarme andando hasta allí y soltarme en medio de un encierro de sanfermines. Llegué y me encontré con todo lo que os he contado y más. Luego hice amigos, encontré un campo para jugar al fútbol, alquilaba una bicicleta en un parque , mi hermano me llevaba a ver a Osasuna cuando venía el Numancia… Y lo más importante, me cambiaron a un colegio decente, que fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida y por eso , estoy seguro, llegué a la universidad. Pero yo me seguía sintiendo un exiliado. Estaba seguro que ese no era mi lugar. Que yo había nacido en un pueblo y que lo que me gustaba era Blacos. Y esta sensación me duró muchos años. Un verano me dejaron ir sólo al pueblo. En cuanto llegué allí me olvidé de Pamplona. Hasta tal punto que no quería volver. La teniente echó mano de nuevo de galones y llamó a mi tío Cristino para que me llevara a Soria y me metiera en un tren a Pamplona. Dicho y hecho. Otra vez el retorno el éxodo . Mi tío, bien manado me metió en el tren y se fue. Era un tren que al llegar a Castejón se dividía. Unos vagones iban para Zaragoza y otros para Pamplona. ¿ Y dónde estaba yo?..Exacto, en los de Zaragoza. Cuando me di cuenta puse tal cara de miedo que el revisor se fijó y me preguntó que qué me pasaba. Era un tipo espectacular. Me bajó en la siguiente parada, no tengo ni idea dónde era. Habló con el factor y dormí allí en su habitación de la estación, y al día siguiente me embarcó en un tren a Pamplona. Todo gratis. Pero claro os podéis imaginar la que me esperaba. Había llegado un día tarde y nadie sabía dónde estaba. En la estación ya no me esperaba nadie y yo no tenía muy claro como podía ir a casa. Creo que la bronca hizo que todo eso se borrara de mi memoria, porque no me acuerdo de nada de lo que sucedió desde que me bajé del tren hasta casi cuando fui a la mili. Años más tarde todo este disgusto era ya una anécdota. Y yo le decía a mi madre que era el destino, que el destino no quería que yo me fuera de Blacos y que por eso siempre tenía problemas cuando empezaba el viaje. No os cuento lo que me contestó porque estamos en horario infantil. Y como si fuera un augurio, yo lloraba desconsoladamente al ritmo del agua que salía del caño de la fuente. Sabía lo que me esperaba. Estaba a punto de convertirme en un hijo pródigo, una víctima más de la diáspora que sacudió a nuestros pueblos en las décadas de los 60 y 70. Alguno estaban contentos cuando se iban a la ciudad, yo sólo estaba contento cuando volvía a mi pueblo. Menos mal que con el ruido de la fuente nadie escuchó mis sollozos, bueno sí Begoña, pero creo que nunca se lo ha contado a nadie. Era muy pequeña.

viernes, 1 de abril de 2016

Mis Vecinos, "El Julio y La Clotilde"

Mi vecino Julio a su casa la llamaba hotel. Y a su mujer, Clotilde, la llamaba Patrona. Y en ninguno de los dos casos hay que buscar un desapego o una frivolidad. Para Julio su casa era un hotel porque entre sus cuatro paredes no le faltaba de nada. Todo estaba dispuesto para satisfacer y agradar al " cliente". Y a su mujer la llamaba Patrona con mayúsculas. Y estoy seguro que lo hacía así no porque en ella viera una figura de veneración religiosa. La definición de Patrona se ajustaba más a esa figura de la mamma italiana, siempre preocupada por el bienestar de los suyos, siempre protectora y siempre previsora. Clotilde era para los suyos como el cabo furriel de la mili, que te reservaba las mantas que más abrigaban o los alimentos que más energía aportaban. Clotilde era la gobernanta y Julio se movía con absoluta comodidad entre el hotel y la Patrona. Fuimos vecinos desde que tengo uso de razón. Comenzamos a ser vecinos en aquellos años de la necesidad. En aquellos años en que la amistad era algo más que cercanía. Su vecindad suponía el privilegio de tener una segunda familia al otro lado de la calle. Era una vecindad de compartir, de ayudar, y de sacrificarse. Y en ese sacrificio hacia sus vecinos solos y a veces desamparados, Clotilde y Julio siempre sacaban matrícula de honor. No me cuesta nada recordar aquellas noches en las que su casa era mi casa. En las noches de invierno todos nos apretábamos en los bancos y los taburetes alrededor del calor de la lumbre en aquella cocina de tertulias interminables en las que todos éramos una misma familia disfrutando de las escasa hora de descanso. Escuchábamos la radio, un objeto de lujo para algunos pero que allí presidía las tertulias al abrigo del frío y de la oscuridad. Como aquella del 14 de diciembre de 1.966 en la que Franco ganó un referéndum con casi más del 100% de los votos. Eran tiempos en los que no sólo votaban los vivos y en las que los comentarios gozaban del secreto de la intimidad. Frescos en mi memoria están también esos recuerdos de las mañanas tórridas de los veranos de aquellos años. Se comía cuando tocaba la campana. A esa hora a Clotilde le había sobrado tiempo para hacer todo lo que tenía que hacer y acercarse al patio. Desde allí ella y yo veíamos como Julio, manejando su yunta, llegaba por las carrerras después de muchas horas de faena en el Alto de la Dehesa, dispuesto a dar cuenta de esos suculentos guisos que preparaba la mano maestra de la Patrona. Ni una queja, ni una muestra de dolor. El trabajo era sagrado, y cuando no lo había, o no había lo suficiente, llegó la hora de la diáspora en busca de un nuevo sacrificio. A ninguno de los dos, Julio y Clotilde, les asustó ni el viaje a algo desconocido ni el reto de un trabajo nuevo, con horario rígido y con jefes más o menos caprichosos. Eran dos personas que se adaptaban a las circunstancias como nadie, porque de esas circunstancias dependía el futuro. Y como habían hecho en el pueblo, lo hicieron en la ciudad. Le ganaron la batalla al presente y comenzaron a ganársela también al futuro. El hotel aumentó el número de estrellas y Julio ya esperaba la hora marcada por la Patrona, recostado en una tumbona a la puerta de casa, en la que parecía meditar el ciclo de su vida. Afortunadamente los dos tuvieron tiempo para disfrutar de sus esfuerzos. Pero se merecían más, por lo menos tantos años como los que dedicaron a que su vida y la de su familia fuera la mejor que podían conseguir. Personas como ellos que se vuelcan con la vida, deberían tener una recompensa más larga y en ella una gratificación más prolongada. No les asustó nada y por tanto no mostraban el menor temor a los obstáculos que encontraban en su camino. Los recuerdo hablando con total normalidad de sus problemas de salud, con el convencimiento de que eran simplemente un peaje que hay que pagar para transitar por los caminos de la tierra. La bondad de dos personas que siempre entendieron la vecindad como familiaridad y cercanía. Como no podía ser de otra forma, Clotilde decidió irse unos años antes, porque tenía mucho trabajo que hacer. Al otro lado de la orilla de la vida, había un hotel que preparar, una cocina que suministrar y un trabajo que desempeñar para que desapareciera cualquier incomodidad. Julio esperó hasta ayer, a que todo estuviera dispuesto. Pero hacía tiempo que se había dado cuenta que los escalones de esta vida eran casi insalvables y empezó a perder confianza en que mereciera la pena intentar superarlos una vez más. Ahora ya ha desaparecido en la curva de la eternidad, y ha llegado a ese otro hotel en el que todo está a pie de calle. Todo es llano e infinito. Y en la puerta , con esa sonrisa resplandeciente y su pose típico con las manos en las caderas, le espera su patrona, la Patrona de su vida. Así entre nosotros, igual los dos sois pocos para jugar un guiñote, la gran afición de Julio. Pero os voy a contar un secreto. Hay otras dos patronas dispuestas a completar la partida. Las otras dos patronas de vuestra vida, La Virgen de Valverde y la Virgen del Pilar. Pero cuidado Julio, no te equivoques, éstas van sólo de visita, no se quedan en el hotel. Así que tú a quien tienes que venerar, como siempre, es a la Patrona, la que cada verano te estará esperando en el patio con la casa limpia, y la comida caliente en la plancha de la lumbre. Ella es tu Patrona. Y vosotros, Clotilde y Julio, los vecinos de mi vida. Hasta siempre.

lunes, 21 de marzo de 2016

El Ramo de Pascua

Fue un comentario fuera de contexto, pero automáticamente encendió una bombilla en mi memoria, y segundos después comenzó a funcionar mi centro de datos. Quiero advertir que, en mi osadía, puede que cuente cosas que no tienen nada que ver con la historia real o que están muy lejos de coincidir con el significado de aquellos años. Fue oír ramo con caramelos y me sumergí en el pozo de mi infancia. Recuerdo, probablemente no lo viví y simplemente me lo contaron, que en Blacos también había un ramo con caramelos. En un principio la lógica me llevó a pensar que era el Domingo de Ramos. Llamé a mis fuentes y me dijeron que no, que ese ramo se hacía el día de la pascua. Es decir era un ramo de Pascua, exactamente de una semana después del domingo de Ramos. Era una obra absolutamente femenina aunque mi poética literaria me lleva a pensar que nacía de la voluntad masculina. La historia es más o menos así. Para el domingo de Pascua se buscaba un enebro, y se le cortaba la picota (aquí creo yo que entra la aportación de los hombres). Las mujeres de Blacos lo adornaban con dulces y frutas. Lo más típico debían ser las roscas y las naranjas, aunque poco a poco se le añadió una mayor diversidad. Ese ramo, esto ya es cosecha propia mezclada con tradición, se llevaba adornado hasta la iglesia. Desde aquí salía en procesión. La parada estrella era aquella en que se subastaba el manto de la Virgen. Primero se pagaba por quitarlo y después por llevarlo hasta la ermita. Este acto emblemático de la Semana Santa de Blacos, se completaba con la subasta o sorteo de los dulces y las frutas que llevaban en el ramo. Entiendo que la subasta del manto tenía mucho que ver con la cercanía a la fe y el del ramo con las posibilidades de cada bolsillo. La retirada del manto era el espíritu religioso y la adquisición de roscas y caramelos se debía a deseos más prosaicos. La Virgen, el manto, la procesión, y el rosco seguían camino hasta la ermita en uno de los actos de mayor colorido litúrgico del pueblo. También era costumbre de que una de las mozas llevara un pájaro en la mano, que luego se soltaba en la ermita. Quiero pensar que era un símbolo de liberación después de una semana de crucifixión y muerte. Mientras que lo del manto era un ejercicio de fe y lo del ramo un trabajo colectivo, lo del pájaro era individual. Llegaba un momento en el que la portadora del pájaro era la protagonista absoluta y todos los ojos de los asistentes se posaban en ella esos segundos que tardaba en liberar al pajarito. Y esto creaba cierto nerviosismo y mucha tensión en la protagonista de cada año. Hasta tal punto que una de ellas se dejó llevar por los impulsos y la seriedad del momento y apretó la mano más de la cuenta sin darse cuenta. Y cuando fue a soltarlo en la ermita el pájaro dormía ye el sueño eterno en su mano. Debe ser un hecho muy conocido, porque mi fuente es prácticamente de lo único que se acuerda en esa historia que debería ser contada con mayor frecuencia. Era el Ramo de Pascua y lo que yo bautizo como el pájaro de la libertad. Reconozco que es una historia muy novelada, porque, como digo, los conocimientos de aquellos años son muy escasos. Pero seguro que alguien que lo lea conoce o le han contado la historia de una manera más real y sobre todo más completa. No estaría mal que la plasmara aquí porque a mí por lo menos me gustaría conocerla con más de talle. A ver ese viejo molinero con memoria fotográfica, por ejemplo. Seguro que vivió algún ramo de pascua. O vuestros padres y madres, igual saben la historia del pájaro... y del ramo.

lunes, 14 de marzo de 2016

14 de marzo

Me dolían los labios de tanto besar tus recuerdos cuando ya hacía tiempo que habían huido de tu memoria. Estrujaba tu fotografía en mis manos pero no era capaz de retener tu imagen y las lágrimas de tu cara se fugaban entre mis dedos y encima de la mesa se convertían en un lago de emociones. Quería quedarme con ese semblante serio, circunspecto, muchas veces adornado con una sonrisa, pero casi siempre teñido de la amargura a la que te había empujado la vida en los años que caminaste por ella sin otra brújula que el instinto, sin otro abrigo que la decisión y sin otro objetivo que la familia, las familias diría yo. En ese viaje lleno de fatigas, sometido a la intemperie de los inviernos y a los soles del verano, en el que siempre viajabas ligera de equipaje porque en la maleta apenas te cogía otra cosa que no fuera la necesidad, el amor a los tuyos o el deseo siempre insatisfecho de llegar al final de un camino en el que siempre quedaba algo nuevo por andar y algo trágico por descubrir. Hoy puede parecer un día más que acaba en un año más en mi memoria, esa memoria que te abandonó sin compasión antes de que viajaras por el último peldaño de esta escalera de la vida, de nuestras vidas. Es 14 de marzo, una fecha que se llena de imágenes, de penas compartidas, de adioses dolorosos, de retornos que nunca llegaban y de esos amores en la distancia que te laceraban el corazón y llenaban tus sueños de pesadillas y ansiedades. Era un día más en esa espera eterna a la que siempre mirabas con la esperanza de poder ponerle un final. En tu caso nunca se cumplió eso de que "la distancia es el olvido", y aunque había un océano empeñado en arañar tus sentimientos fraternales, eso sólo era un estímulo para estar más cerca de los tuyos, y te derretías con esas cartas que llegaban en sobres ribeteados de rojo y azul, que era como se reconocían en aquellos años las cartas que viajaban en avión. Pronto se nos hicieron familiares nombres como Buenos Aires, Chucrut,Santa Fé o Comodoro Rivadia. Eran los hogares de una parte de nuestra familia. No nos veíamos en los cumpleaños, no comíamos juntos en Navidad, ni compartíamos bodas y funerales, pero siempre conseguías que tuviéramos la sensación de que todos los días estaban a nuestro lado en la mesa o sentados en el banco de la cocina, compartiendo el calor escaso de la lumbre y repartiendo rebanadas de la hogaza untadas en manteca y azúcar. Fueron, que curioso, los últimos que se perdieron en la nube de tu memoria. Te resistías a dejar en el olvido algo por lo que habías tenido que luchar tanto para mantenerlo en tu recuerdo, y en nuestros recuerdos. Quizás ese esfuerzo por mantener vivos a los ausentes acabó agotando todas tus reservas de memoria. Primero fueron túneles, cortos, después más largos. Más tarde oscuridades inmensas y al final un muro permanente, impenetrable y oscuro que impedía ya para siempre el tránsito de tus emociones, de tus recuerdos y de tus imágenes. Las fotografías de tu vida fueron perdiendo foco, se emborronaban las caras y los gestos y al final el papel se quedó blanco, mudo e inerte, como si todavía estuviera por escribir y por pintar. El océano recuperó todas sus dimensiones, y dejó en aquel lado a muchos de tus seres queridos y en éste a tu mente atormentada por la soledad y las ausencias. Ya no quedaba ni la posibilidad de escribir una carta, ni siquiera un mensaje en una botella, con la esperanza de que algún día llegara al puerto del Mar del Plata y lo recogiera Mariano, Saturio, Alejandro, Frutos,Marcelina… Ya era imposible porque se te había olvidado qué era y para qué servía el papel y estabas muy lejos de saber que existían las botellas. Unas botellas incapaces de recoger todas tus lágrimas, esas que se me escapan entre los dedos cuando quiero estrujar de amor tu fotografía. Los labios me siguen doliendo y los ojos se me quedaron secos días después de discutir para siempre con tus olvidos y soledades. Hoy es 14 de marzo y aunque lo parezca, para muchos no es una simple fecha en el calendario.

lunes, 7 de marzo de 2016

El bálsamo de los soportales

El insomnio de cualquier madrugada te sorprende mirando al otro lado de la cama en esos amaneceres de agosto en Blacos que llegan como un torbellino para inundar de luz la más recóndita oscuridad. Fijas la vista en la colcha y esos rebeldes rayos que se cuelan por las hojas mal ajustadas del balcón parece que alumbran su perfil sobresaliendo entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. Crees adivinar una respiración entrecortada, y una lágrima furtiva resbala por tu mejilla y humedece el luto reciente por su ausencia. Te giras en busca del olvido y en el camino pierdes cualquier interés y descartas la más mínima curiosidad por el nuevo día que empieza. La habitación también llora su soledad y los rayos de sol señalan como lanzas todos aquellos objetos que te duelen en el alma desde que los vives en soledad. Es el primer verano en Blacos en el que la compañía ya se ha convertido en recuerdo. Al final haces el esfuerzo, aunque el camino desde la cama hasta la cocina o el aseo es otra vez un calvario de recuerdos que te llevan en sus brazos hasta la figura de ese perfil que se ha dibujado en la cama. Y que ahora te sonríe desde el otro lado del espejo. Te mira con calma, te quiere transmitir tranquilidad y sosiego, aunque tú sólo veas un recuerdo, una página blanca con una esquela ribeteada en negro como tarjeta de una despedida rápida, inesperada, traumática y doliente. El adiós es demasiado reciente como para que no haga sangrar tus heridas en cuanto se rozan con tu memoria. Es un tránsito, el del dolor a la costumbre, demasiado largo y demasiado pesado como para que en el primer verano te deje huecos vacíos en los que refugiar tus emociones. Te cuesta encontrar un aliciente, un motivo que te empuje a traspasar la puerta y llegar a los soportales y enfrentarte a otra cara de la realidad. Cualquier mirada cómplice, cualquier palabra que intenta ser de alivio, esa mano amistosa que se posa sobre tus hombros, ese beso lleno de cariño... Todo eso al principio no parece otra cosa que puñales que se clavan con precisión en esa llaga todavía abierta y a la que le cuesta cicatrizar. Pero casi sin darte cuenta, al día siguiente el trance es un poco menos angustioso. El camino parece despejado de espinas y te descubres sentada en esa vieja silla a la sombra buscando esa conversación que ha dejado de ser dolorosa, para convertirse en balsámica. Aquí se ha hablado, yo también, mucho de las gentes de Blacos y de sus costumbres. Podemos estar más o menos de acuerdo, pero creo que hay unanimidad a la hora de decir que saben estar a las duras. Ese gesto que parece distante, despreocupado y ausente, se transforma en los momentos de dolor. Su cercanía es muchas veces el antídoto que necesitamos contra las heridas del alma, que son las que más se empeñan en permanecer a nuestro lado. Se acercan cada día con más confianza, sustituyen la curiosidad de sus preguntas por la facilidad para tus respuestas y descubres que ese frío gélido que te ha acompañado desde entonces, empieza a ser una brisa cálida de la gente de tu pueblo, de tu gente. Ahora valoras como un tesoro esas palabras de complicidad, esas palmadas en el hombro que quieren transmitir apoyo y compañía, y esas miradas limpias de los que están dispuestos a mostrarse su camino, para que a través de la senda de la amistad encuentres esos días soleados que habían desaparecido en el calendario de tus últimos años. Es la vida, la muerte también. Y entre una y otra hay un tiempo para abandonar el calvario y buscar el domingo de la tranquilidad y sobre todo el de la paz con uno mismo. Esas tardes de sombra al abrigo de los soportales de la plaza ya no hacen ruido en el rincón de tu dolor. Ahora son tardes de sosiego, de calma, y a la tranquilidad de la conciencia se une en esos días el reposo del recuerdo. Esto no evita que cada mañana vuelvas a mirar con esperanza al otro lado de la cama, con la ansiedad de que todo haya sido un mal sueño, y que en cuanto fijes tu mirada en la colcha, él se moverá debajo de ella y todo volverá a ser como antes, tan bueno como antes. Con el paso del verano cambias de casa, cambias de habitación y cambias de cama. Lo que no cambia es el ritual de buscar su ausencia entre los pliegues de la sábana y las arrugas de la almohada. En esa gran ciudad también vive gente de Blacos, pero falta la magia de sus calles y de sus soportales, donde las heridas encuentran una pomada que les impide supurar. Me prometiste este verano que ibas a empezar a leer esta página, en cuanto tu hijo te enseñara a manejarte en estos terrenos virtuales. Espero que lo hayas conseguido, y estoy seguro que desde la primera línea te darás cuenta que esta carta va dirigida a ti. Me gusta cumplir mis promesas, con todos pero en especial con mis vecinos de Blacos.

jueves, 3 de marzo de 2016

La nieve

Las fotografías de Blacos nevado tienen un tinte entre majestuoso, bucólico e incluso poético. Pero a mí personalmente estas apreciaciones me gustan cuando veo esas fotografías desde el otro lado de la pantalla y no tanto, ni mucho menos, si tengo que pisar la nieve para inmortalizar el árbol del ayuntamiento recién decorado con hielo para la Navidad. Y es que nacer en Blacos un día de enero exige casi casi por recomendación médica tener escasas simpatías por el frío y el agua. De mi acuafobia ya he hablado en muchas ocasiones así que no quiero ser repetitivo. Pero de la nieve lo he hecho menos , aunque mi nievefobia es muy superior a la anterior. No soporto la nieve en vivo y en directo, Me saca de quicio cuando cae, me pone de los nervios cuando cuaja y me lleva hasta la histeria cuando empieza a deshacerse y vas a cruzar una calle y debajo de la primera capa de nieve hay un lago de agua y te cubre hasta el tobillo al primer paso que das. Por no gustarme no me gustan ni los muñecos de nieve con los que decoran calles y jardines los niños y esos no tan niños que piensan que la nieve es una alfombra de algodón, hasta que los 40 grados de fiebre y una semana en la cama les enseña que la nieve traiciona hasta a los que le dan confianza y juegan con ella. Y eso que lo que nieva ahora es, como dice una amiga mía, es un "polvo mal echaó". Otra cosa era en aquellos años de mi infancia en Blacos. Recuerdo una vez que nevó tanto que los hombres mayores tuvieron que hacer calles para poder desplazarse por el pueblo. Para ir desde mi casa hasta la escuela había que desplazarse por una especia de valle mojado rodeado de paredes de nieve que eran mucho más altas que nosotros, con lo que no podías ver nada que no fuera el camino que te llevaba en una sola dirección. No sé muy bien el motivo pero siempre que he revivido esa escena me recuerda al paseo de los judíos que eran conducidos a los campos de concentración entre un pasillo de nazis de la gestapo que medían todos casi más de dos metros de ancho por otros dos de alto. Como nosotros cuando íbamos a la escuela, los judíos sólo miraban al frente , con la cabeza agachada y con el temor a los nazis que los flanquean en su camino de turbio destino. Y no entiendo muy bien porque me recuerdan estás imágenes, porque la verdad es que ir a la escuela no era nada agradable, al menos para mí, pero tampoco puedo pensar que la escuela de aquellos años se pueda identificar con un campo de concentración. Es cierto que había una autoridad rayana con la dictadura, es cierto que cualquier gesto de rebelión se pagaba con un castigo, también es cierto que éramos un poco engañados a la hora de decirnos cuál era el destino final de nuestra estancia en esa escuela, y había falsedades s, aunque no tan grandes como las que les decían los nazis a los judíos para que pensaran que iban a una especia de concentración familiar, y no a pasarlos por las duchas asesinas. A nosotros nos decían que dios estaba en todas partes, que franco era nuestro caudillo que nos protegía día y noche de todo mal. Las chicas de la sección femenina eran una especia de ángeles que venían a enseñar a bailar y hacer calceta a las mujeres; que a los niños nos daban leche en polvo para el día de mañana ser unos falangistas aguerrido en el combate; que los retratos de franco y josé antonio eran las dos terceras partes de la santísima trinidad; que sí las chicas y mujeres no entraban con velo a la iglesia se convertían en ese mismo instante en personas desamparadas y sin silla en el cielo; que si decíamos palabrotas cometíamos uno de los peores pecados del momento; Y así hasta el más allá. Toda nuestra vida cuando salíamos de ese camino de nieve estaba sujeta a las turbulencias morales, de pensamiento y de omisión. Cualquier cosa que hiciéramos o dijéramos, fuera de lo establecido por el catecismo eran un torpedo a la línea de flotación de nuestra fe católica y por lo tanto de nuestra salvación final. Si no recuerdo mal, darle un beso a una chica era algo tan pecaminoso o más que no darle una vuelta de chorizo en jueves lardero a la maestra o no regalarle una casa al cura para que nos sermoneara los domingos. Ese camino entre las paredes de nieve era , al fin, como el catecismo y la educación escolar, te obligaba a mirar siempre al frente y a ser posible con la cabeza agachada. Si mirabas a los lados, enseguida te entraba el miedo, porque no veías nada, pero intuías que el peligro estaba por encima de esa valla blanca que te obligaba a terminar el viaje en la puerta de la escuela. Como los judíos, no teníamos posibilidad de escapatoria. Ahora igual se entiende algo mejor porque no me gusta la nieve.

jueves, 25 de febrero de 2016

El Pastor

Me lo contó uno de los pocos días en los que se ponía sentimental, algo que sucedía cuando se daba cuenta de que estaba hablando con alguien que lo escuchaba y trataba de entenderlo. Él puso la prosa entrecortada y escueta y después yo le añadí un poco de lirismo literario. Era una tarde soleada de primavera, quieta, serena y silenciosa a la altura de la Casa Vieja. El único sonido ajeno a la conversación era el que provocaban nuestros pies al chocar contra los terrones y las piedras del camino. Mis zapatillas blancas miraban con ironía a sus abarcas en las que comenzaba el traje de rutina del pastor. Sus pantalones admitían sin problemas algunos quilos más y se sujetaban a la cintura con un cinturón al que le sobraban varios agujeros y que colgaba de manera despreocupada por encima de la bragueta. Y eso que la camisa y el jersey acababan embutidos en su interior a la altura de la cintura. La chaqueta raída de pana había nacido también para cuerpos de alguna talla mayor y el peso de la alforja la retorcía por debajo del cuello y le daba un aspecto todavía más pastoril. Barba poblada y clamando por un afeitado, la colilla del celtas colgada con soltura de la comisura de los labios, y el pelo dormido debajo de una boina también torcida y escasamente calada sobre la cabeza. En el hombro izquierdo dormitaba una manta de cuadros, al más puro estilo de los bandoleros de Sierra Morena. Una manta que con el fresco de la noche escalaba hasta la cabeza para confortarle con algo de calor y convertirse en el clásico tapabocas. Mientras observaba todo esto, el pastor relataba la historia de esa vida dura y sacrificada en el campo, en una profesión que es más larga que muchas otras, porque todas las horas de los pastores ,hasta las más cortas, tienen más de 60 minutos por el día y de 200 por la noche. Me decía con un rictus de nostalgia que ahora su vida era un viaje constante a la soledad. Ya nada era como en aquellos años que los rebaños dominaban el paisaje de Blacos. Ahora no, decía el pastor, ahora puedes pasar todo el día sin ver a nadie . Y los días mal que bien se pasan, pero las noches hacen estragos. Y me contó esa noche oscura, con amenaza de tormenta. No veía nada, pero el monte estaba poblado de ruidos, algunos menos amistosos que otros. El viento convertía a las sombras en animales monstruosos dispuestos a devorar su soledad. Las ovejas calladas, parecía compartir los temores de su guardián . Los primeros rayos eran látigos con mil lenguas luminosas, embajadores del ruido ensordecedor de los truenos que le ponían el alma en un puño y todos los dedos parecían huéspedes. Tuvo el tiempo justo para refugiarse en la taina más cercana. Allí había veces que era capaz de oír los latidos de su corazón. Con la colilla de un celtas encendía el siguiente en una sucesión encadenada que a veces se ralentizaba porque le temblaban las manos y le costaba hacer puntería de un cigarrillo con el otro. Cuando llegaba a ese punto, me dijo, utilizaba un arma infalible. Se ponía a gritar histérico a la tormenta, desafiaba con sus voces a los animales que se escondías en las sombras, y les prometía las torturas más crueles si eran capaces de acercarse hasta la taina. Y digo que era infalible porque nadie se atrevió a aceptar su reto ni a ir a visitarle. Hasta la tormenta, cansada del ruido sin lluvia, se iba asustada por los gritos del pastor. Fue una noche cualquiera, una más ni mejor ni peor , que las muchas noches que pasó en el monte, entre ruidos sospechosos, silencios abrumadores y amaneceres radiantes que limpiaban el ambiente de cualquier mal presagio nocturno. Parecía una vida entera, pero era un pastor y las horas en el campo siempre son muy largas, muchos más de 60 minutos.

miércoles, 13 de enero de 2016

Es una pena

Hace tiempo que se está cerrando un libro en el que yo pensaba que quedaban muchas páginas por escribir.Y es una pena.Desconozco los motivos y tampoco soy quien para pedir explicaciones.Pero es una pena.Hay que pensar que no es fácil mantener el libro abierto cuando cada vez que lo haces ya sólo encuentras páginas en blanco por la desaparición de sus escritores.Es una pena.Un libro a medio escribir es una vida a medio vivir, una aventura a la que se le ha robado el final, una travesía que acaba en naufragio, una excursión que ha perdido su destino, un camino que desaparece en la nada, un día que se ha quedado sin noche.En definitiva, no deja de ser una pena.Seguro que hay explicaciones, decepciones, contrariedades... pero es una pena que por encima de todo eso no haya una firme voluntad de seguir buscando puntos de encuentro, mantener abierto un foro donde compartir vivencias, relatar recuerdos, o incluso reclamar más actividad.Cuando un escritor se enfrenta a las páginas en blanco, muchas veces vence la zozobra pensando en todos aquellos que están dispuesto a leerlo.Es más, una de las grandes dudas que asaltan siempre al escritor es saber como va a responder la crítica a su obra.En este libro no sucede ni eso.Se escribe con la seguridad de que va a tener una excelente acogida y que lo único que van a valorar los lectores es el esfuerzo por mantener abierta una línea de comunicación con ellos.Y eso es una enorme ventaja y al mismo tiempo una absoluta seguridad de que escribas lo que escribas si lo haces con respeto y sin provocar polémicas innecesarias, te vas a encontrar con el halago unánime de tus lectores.Reconozco que eso es jugar con ventaja, pero a veces ese sentimiento es mucho más agradable que esperar con incertidumbre el veredicto de esos lectores.Yo soy de la opinión de que hay que mantener la llama encendida, aunque siempre sea la misma mano la que acerca la cerilla a la vela para que se extienda la luz.Quedan muchas cosas por contar, muchas historias que escribir y multitud de anécdotas que se pueden compartir. Torreblacos, como muchos otros pueblos de alrededor, es un pequeño núcleo cada vez más encerrado en sí mismo.Escribiendo en este blog se pueden abrir sus puertas y ventanas y permitir que entre aire nuevo, de gente que no siempre esta ahí o va por el pueblo.Ayudar a cerrar esas puertas y ventanas es preferir la sombra a las luces.Y eso, yo creo, es una pena. Feliz Año