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jueves, 25 de febrero de 2016

El Pastor

Me lo contó uno de los pocos días en los que se ponía sentimental, algo que sucedía cuando se daba cuenta de que estaba hablando con alguien que lo escuchaba y trataba de entenderlo. Él puso la prosa entrecortada y escueta y después yo le añadí un poco de lirismo literario. Era una tarde soleada de primavera, quieta, serena y silenciosa a la altura de la Casa Vieja. El único sonido ajeno a la conversación era el que provocaban nuestros pies al chocar contra los terrones y las piedras del camino. Mis zapatillas blancas miraban con ironía a sus abarcas en las que comenzaba el traje de rutina del pastor. Sus pantalones admitían sin problemas algunos quilos más y se sujetaban a la cintura con un cinturón al que le sobraban varios agujeros y que colgaba de manera despreocupada por encima de la bragueta. Y eso que la camisa y el jersey acababan embutidos en su interior a la altura de la cintura. La chaqueta raída de pana había nacido también para cuerpos de alguna talla mayor y el peso de la alforja la retorcía por debajo del cuello y le daba un aspecto todavía más pastoril. Barba poblada y clamando por un afeitado, la colilla del celtas colgada con soltura de la comisura de los labios, y el pelo dormido debajo de una boina también torcida y escasamente calada sobre la cabeza. En el hombro izquierdo dormitaba una manta de cuadros, al más puro estilo de los bandoleros de Sierra Morena. Una manta que con el fresco de la noche escalaba hasta la cabeza para confortarle con algo de calor y convertirse en el clásico tapabocas. Mientras observaba todo esto, el pastor relataba la historia de esa vida dura y sacrificada en el campo, en una profesión que es más larga que muchas otras, porque todas las horas de los pastores ,hasta las más cortas, tienen más de 60 minutos por el día y de 200 por la noche. Me decía con un rictus de nostalgia que ahora su vida era un viaje constante a la soledad. Ya nada era como en aquellos años que los rebaños dominaban el paisaje de Blacos. Ahora no, decía el pastor, ahora puedes pasar todo el día sin ver a nadie . Y los días mal que bien se pasan, pero las noches hacen estragos. Y me contó esa noche oscura, con amenaza de tormenta. No veía nada, pero el monte estaba poblado de ruidos, algunos menos amistosos que otros. El viento convertía a las sombras en animales monstruosos dispuestos a devorar su soledad. Las ovejas calladas, parecía compartir los temores de su guardián . Los primeros rayos eran látigos con mil lenguas luminosas, embajadores del ruido ensordecedor de los truenos que le ponían el alma en un puño y todos los dedos parecían huéspedes. Tuvo el tiempo justo para refugiarse en la taina más cercana. Allí había veces que era capaz de oír los latidos de su corazón. Con la colilla de un celtas encendía el siguiente en una sucesión encadenada que a veces se ralentizaba porque le temblaban las manos y le costaba hacer puntería de un cigarrillo con el otro. Cuando llegaba a ese punto, me dijo, utilizaba un arma infalible. Se ponía a gritar histérico a la tormenta, desafiaba con sus voces a los animales que se escondías en las sombras, y les prometía las torturas más crueles si eran capaces de acercarse hasta la taina. Y digo que era infalible porque nadie se atrevió a aceptar su reto ni a ir a visitarle. Hasta la tormenta, cansada del ruido sin lluvia, se iba asustada por los gritos del pastor. Fue una noche cualquiera, una más ni mejor ni peor , que las muchas noches que pasó en el monte, entre ruidos sospechosos, silencios abrumadores y amaneceres radiantes que limpiaban el ambiente de cualquier mal presagio nocturno. Parecía una vida entera, pero era un pastor y las horas en el campo siempre son muy largas, muchos más de 60 minutos.

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