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viernes, 4 de noviembre de 2011

El barbero

Hacía mucho tiempo que quería hablar de esto pero he preferido dejar pasar los años para ablandar un poco la crítica y que se entienda más en tono de humor que de reproche.Ya he contado alguna vez que a los 9 años me obligaron a abandonar Blacos para ir a vivir al destierro, en Pamplona.Hice el viaje con la inocencia de la infancia y cargado de complejos, sobre todo de dos traumas de la niñez que me costó tiempo superar.Uno era que me tuvieran que poner una inyección y el otro ir a la peluquería.Y los motivos eran claros.En mis primeros años de vida, cada invierno tenía una o dos bronquitis y siempre el doctor Calmarza me recetaba penicilina.Y la encargada de inyectármela era mi madre, una santa que Dios tenga en su gloria, pero que entre sus muchas virtudes no estaba la de poner inyecciones.Lo suyo en realidad era clavar banderillas y al igual que sucede en la plaza, los banderilleros no diferencian hueso de carne.Me clavaba las agujas con alevosía e indefensión porque llamaba a sus amigas, Vitoria y Clotilde, para que me sujetaran y así ella entrar a matar, una vez cada 24 horas.Cuanta más opisición ponía más duro era el aguijonazo.Era como el Guántanamo de la inyección.

Y el otro trauma que me costó superar fue el de cortarme el pelo.Cuando vivía en Blacos, de vez en cuando aparecía por allí un tipo simpático de la Torre, al que llamaban el barbero.Yo le tenía más miedo todavía que a mi madre cuando se acercaba con la aguja.Le tenía tanto miedo que tenían que atarme a la silla para que procediera al rapado.Cuando entraba la maquinilla por un lado de mi cabeza,yo sudaba ya la gota gorda, porque al principio no hacía daño, pero cuando sacaba la máquina es como si te cayera un rayo en plena nuca.Era un dolor retorcido, con mala leche, como para soñar con una melena hasta los pies.Yo siempre he pensado que jamás cambió de cuchillas y que lo que hacía, eso sí con dismulo, era arancarte el pelo... con título de barbero.Era como una silla eléctrica de la que salías vivo de milagro.Reconozco que durante unos años le miraba con cierta inquina al barbero.Se me pasó enseguida y luego ya sólo veía en él al tipo simpático.
He de reconocer que ahora voy al barbero una vez al mes y que prefiero las inyecciones al jarabe.Es la ventaja de haber sufrido la tortura de pequeño, luego cualquier otra cosa te parece mejor.(un cariñoso saludo a Jesús y familia).

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