A veces la luz nos ciega. Pasamos de la penumbra, o de la sombra más absoluta, al sol y de repente dejamos de ver todo lo que nos rodea. Esto es bastante normal, bastante humano. El problema surge cuando esa luz nos afecta a la memoria y en un instante nos borra el pasado e incluso desenfoca el presente. Entonces empezamos a dar tumbos, vamos de un lado a otro tropezando con la vida, y somos incapaces de distinguir los bultos fijos de las trampas que nos han colocado el destino, la envidia, la mala fe o la cobardía. Da igual, a todos los obstáculos los valoramos por igual y cuando empezamos a hacer cuentas de los moratones de las piernas, de las heridas de las manos o de las cicatrices del alma, las valoramos todas por igual. Y el siguiente paso es buscar al enemigo, no importan cuántos ni cuáles. Todos los que se han interpuesto en nuestro camino se merecen el