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miércoles, 27 de marzo de 2013

El niño de la carraca ( In memoriam)

Hubo un tiempo en el que las tradiciones dominaban cualquier parcela de la vida personal y colectiva de cualquier pueblo.Y Blacos, o Torreblacos, no iban a ser menos.Una de estas tradiciones, que me niego a calificar, era la de silenciar las campanas durante la Seman Santa.Para la iglesia el ruido de las campanas significaba vida y alegría, y la muerte de Jesucristo exigía respeto, recogimiento y un silencio reverencial.Pero al mismo tiempo había que buscar una solución para que los vecinos se enteraran del comienzo de los oficios religiosos.Así nacieron las carracas de madera, aquellos artilugios que hacían un ruido infernal pero al parecer nada irreverente con la Iglesia.Y de esta manera la carraca se convirtió en una necesidad.Los niños de mi pueblo no teníamos interés alguno en repicar las campanas.Sin embargo el que no tenía carraca en Semana Santa era como un pobre deshauciado que se quedaba siempre a la otra orilla, desamparado por la bondad divina al no poder contribuir al luto de la Pasión y Muerte.Había que conseguir una carraca para no parecer un paria en aquel reino de la escasez, en el que no teníamos nada, pero lo poco que poseíamos nos parecía imprescindible.En Blacos una forma de conseguir la carraca era que te la fabricara Agapito, que igual trabajaba la madera que acariciaba las cuerdas del violín o las teclas del acordeón, sin que nadie le hubiera enseñado.Como no había dinero, una forma de conseguir la carraca era cambiarla por alguna docena de huevos.Sin embargo mi madre, a la que llamo cariñosamente la Teniente O´Neill, no era muy partidaria de estos trueques y consideraba que la docena de huevos le solucionaba alguna cena que otra y que no merecía
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la pena satisfacer el capricho del niño y prescindir de un alimento básico.Así que no había forma y cada Semana Santa yo vivía mi vía crucis particular en busca de una carraca que no lograba conseguir.Por fin un año mi cara de sufrimiento debió convencer a Agapito y me regaló una carraca.Era más grande que las del resto de los niños, apenas podía moverla y encima hacía un ruido mucho más sordo, con lo que pasaba desapercibido en la ronda musical que hacíamos por el pueblo para anunciar la misa, el rosario o la procesión.Bueno, era distinta, pero por fin tenía carraca y me veía a mi mismo como más integrado, había dejado de ser un bicho raro para convertirme en uno más.Hasta la teniente O´Neill parecía tener cara de alivio aunque creo que eran imaginaciones mías porque mi madre podía haber sido una excelente jugadora de poquer.En su cara no se reflejaba nunca lo que pensaba, a no ser que siempre estuviera enfadada.Hubo unos años  que deseaba con toda mi alma que llegara la Semana Santa para demostrar que yo también tenía carraca y que la tocaba como los demás, aunque sonara de otra forma.La guardé durante mucho tiempo y sufrí mucho cuando se perdió en alguna de las mudanzas a las que me sometieron en la infancia.Cuando llegué exiliado a Pamplona ya no tenía carraca.Pero tampoco me importaba mucho, porque mis primeros años aquí fueron de negación absoluta de todo lo que olía a ciudad.Yo era y me sentía de pueblo y no me interesaba para nada lo que me econtré en la ciudad.Y tardé un tiempo en cambiar de idea.Otra vez estaba sin carraca pero ya no me sentía un apestado, y cuando volvía a Blacos en Semana Santa la carraca ya me parecía una cosa de niños y yo tenía otras aficiones que no pasaban precisamente por la música.Aún así cada vez que veía a Agapito me descubría a mi mismo con una sonrisa de agradecimiento en mi cara.Estefue un tema recurrente de conversación con la teniente O´Neill cuando había comenzado ya  a tejer huecos en su memoria.Aún así a aveces me hablaba de esos años y de otros mucho anteriores que yo no recordaba.Pero llegó un día en que en su cabeza se hizo la noche más cerrada y oscura que se puede imaginar.Entonces ya no se acordaba de nada ni de nadie, incluso yo era para ella un extraño que pasaba por allí.El día que me preguntó que quien era y que qué hacía alli, se apagaron todas las luces y se callaron todos los ruidos, incluso el de la carraca.Ya sólo se oían las lágrimas y el dolor.

1 comentario:

  1. ya me había olvidado de ese instrumento, claro que no he tenido ocasión de estar desde la tierna infancia en todas las ocasiones en que se sacaban, pero si que me ha venido el recuerdo y la envidia que me daba en las ocasiones en que pude asistir al ver a mis homónimos con ese artilugio y otros parecidos en la mano, en particular había uno que tenía una carraca que era más grande que el, se la pedí y nunca me la dejo, en fin me remordía la envidia.

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