Hubo un tiempo en el que las tradiciones dominaban cualquier parcela de la vida personal y colectiva de cualquier pueblo.Y Blacos, o Torreblacos, no iban a ser menos.Una de estas tradiciones, que me niego a calificar, era la de silenciar las campanas durante la Seman Santa.Para la iglesia el ruido de las campanas significaba vida y alegría, y la muerte de Jesucristo exigía respeto, recogimiento y un silencio reverencial.Pero al mismo tiempo había que buscar una solución para que los vecinos se enteraran del comienzo de los oficios religiosos.Así nacieron las carracas de madera, aquellos artilugios que hacían un ruido infernal pero al parecer nada irreverente con la Iglesia.Y de esta manera la carraca se convirtió en una necesidad.Los niños de mi pueblo no teníamos interés alguno en repicar las campanas.Sin embargo el que no tenía carraca en Semana Santa era como un pobre deshauciado que se quedaba siempre a la otra orilla, desamparado por la bondad divina al no poder contribuir al luto de la Pasión y Muerte.Había que conseguir una carraca para no parecer un paria en aquel reino de la escasez, en el que no teníamos nada, pero lo poco que poseíamos nos parecía imprescindible.En Blacos una forma de conseguir la carraca era que te la fabricara Agapito, que igual trabajaba la madera que acariciaba las cuerdas del violín o las teclas del acordeón, sin que nadie le hubiera enseñado.Como no había dinero, una forma de conseguir la carraca era cambiarla por alguna docena de huevos.Sin embargo mi madre, a la que llamo cariñosamente la Teniente O´Neill, no era muy partidaria de estos trueques y consideraba que la docena de huevos le solucionaba alguna cena que otra y que no merecía
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